Ventajas de un alma con pelo
Los llaman perros, pero en realidad son almas. Almas peludas, de cuatro patas, que se dejan conducir, husmeantes de suelos, marcadoras de territorio, con una correa por la calle. Tienen la costumbre húmeda de prodigar afecto con la lengua. Quizá parecen cosa distinta o separada del ser humano porque ignoran la mentira. Ladran sus penas y sus enojos, sus alegrías y sus temores, con una franqueza explícita de niños. Practican el agradecimiento; no así, por lo visto, el rencor, aunque a menudo se llevan a matar con los carteros. Son, como se ha dicho, almas exteriores y visibles que van y vienen con fidelidad de sombras autónomas a nuestro lado; almas, en fin, de lomo acariciable y rabo comunicativo, saludador, melancólico, amenazante, juguetón, alborozado.
El perro ganado para la amistad del hombre es un suministrador incesante de felicidades. Su estupidez, al contrario de la humana, tiene encanto; su astucia le granjea beneficios incontables. A cambio de nutrición, refugio, entretenimiento, caricias, vacunas y lecho cálido, el perro transige con la obediencia. Es su truco más logrado. Un sinfín de personas va cada día a trabajar por mucho menos.
Yo veo al alma correr sobre la hierba en pos de la pelota saltarina que le he lanzado y ya sólo con esa imagen me atraviesa el espinazo un calambre gustoso. Ni el cine ni los libros me dan lo mismo, aunque dan mucho. Tendría que ahondar en sutiles descargas placenteras, acaso en pasajes singularmente deleitables salidos de la pluma de Mozart, para experimentar una plenitud que se le iguale. Dicen no sé qué estadísticas de no sé qué estudios científicos de no sé qué país que los hombres con perro son más propensos a la felicidad. Ya es tarde para participar en la encuesta; así y todo, confirmo tranquila y felizmente el dato.
Gente sesuda, con bata blanca, afirma haber encontrado en la compañía del perro amigo virtudes antidepresivas. Esto es serio, requiere explicación. Parece ser que a veces se forman en el centro del pecho humano tristezas oxidadas como viejas verjas. Las cuales se abren de par en par cuando un perro se sube con intenciones lúdicas al regazo del dueño o arrea a este por las buenas, en la soledad desesperada, en las habitaciones oscuras de la vida, una sarta de lengüetazos alegres en el rostro.
El perro interacciona con el hombre más que el gato, inclinado tradicionalmente a la introversión sagaz y al egoísmo natural de su especie. El perro, extravertido y a menudo bobalicón, te lo cuenta todo con el rabo y las orejas; olisquea genitales ajenos como quien revisa un pasaporte y tiene por norma elemental de cortesía enseñarles el culo a las visitas. Por no saber, no sabe ni que es perro. Nos toma a nosotros por parientes consanguíneos, si no es que él se toma a sí mismo por hombre. El perro, sentado en postura expectante, te mira afable, solícito y pedigüeño, como insinuando: ¿te importaría darme de comer antes de arrojarte al vacío? Y, claro, ¿cómo lo vas a dejar solo sin su salchicha de mediodía ni su escudilla de agua fresca y clara?
Cuidar de un alma canina implica asumir una responsabilidad. El perro es un alma frágil donde las haya. Un alma ora hambrienta, ora orinadora, ora friolera o desvalida, incompleta sin su parte corporal humana de la cual depende en grado alto. Lo mismo se rasca de gusto que de dolor, de picores que de angustias, y por mucho que la laven y la peinen, puede suceder que entre en casa con una garrapata del tamaño de una aceituna adherida a la oreja.
Tener perros es un poco como tener hijos. Los amamos y reñimos. Les ponemos nombre, les damos órdenes, los sacamos de paseo, les hablamos en confianza. Hay quien viste al perro con prendas de cuero o lana, y yo antes llevaba el mío a la peluquería, pero el pobre temblaba de miedo y, total, para lo que hay que hacer, lo esquilo con mis tijeras en el bosque. Una vez bañado, le encanta el viento caliente del secador.
Las tareas derivadas de la responsabilidad lo inducen a uno a perderse de vista. Quizá sea este olvido momentáneo de uno mismo el antídoto más eficaz contra los bajones del ánimo y contra todo lo negativo que nos abruma. La presencia del perro, según dicen, rebaja los índices de cortisol, hormona del estrés. No otra cosa parece ocurrir cuando, al término de la jornada laboral, regresan de sus obligaciones fatigosas y de sus inquietudes y problemas cotidianos los miembros de mi familia. No hay ninguno que, al entrar en la vivienda, no se apresure a dirigir la palabra al perro, se abrace a él como a una almohada viva o pase la mano por su calor sedoso. El perro contribuye al efecto balsámico con paciencia y alegría. Y entonces todo el mundo, apartando de sí por un instante agobios y sinsabores, se complace en compartir un alma ansiolítica que, hechas las cuentas, no nos da a los hombres menos de lo que ella recibe de nosotros.
Un perro rompe o alivia soledades. A ver, entendámonos. No la soledad de estar simplemente solo, sino aquella otra, infranqueable, duradera, consistente, según me han dicho, en un frío interior que no se mitiga estrechando manos ni cantando en un coro. Un perro lo hace a uno sentirse querido. Un perro fiel es un alma que daría la vida en tu defensa y la de tu casa. Yo he visto al mío llorar por contagio. Alguna vez taché de ridículo el hábito de hablarle al perro. Digamos que lo juzgaba una tentativa ilusoria de la comunicación. Qué bobada. Tengo mucho más que confesarle a mi perro que a la mayoría de los hombres. Y el alma me responde y me consuela a su modo sacudiendo el rabo o dándome la pata o clavando en mí el brillo afectuoso de sus ojos.
No menos hemos de agradecerle al perro que nos saque de casa. Tres, cuatro paseos diarios al aire libre; sumas los minutos caminados y resulta que a lo tonto, a lo tonto, te levantas un promedio de entre hora y media y dos horas de ejercicio físico repartido a lo largo de la jornada. Con lo cual, ¿qué ocurre?, pues que alargas los telómeros de tus cromosonas, te da el sol en la cara, reduces el peso y prolongas la vida. Y por si todo ello no fuera suficiente, acompañado de perro te sonríen y saludan los transeúntes a cada paso. Para un extranjero, doy fe, no hay mejor manera de integrarse en la sociedad de acogida que ir por la vía pública acompañado de un alma. Va uno desalmado y no le dan ni los buenos días.
Por: Fernando Aranburu